Programación Guía de la Feria de Jerez 2024

La Barqueta

Manuel Bohórquez

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La Paquera de Jerez

Además de cómo cantaba y de su impresionante voz, era un alma pura, sin recovecos, transparente y luminosa

La Niña de los Peines, la cantaora más grande de todos los tiempos, solía decir que la única que podía ocupar su trono cuando ella se fuera sería Francisca Méndez Garrido, La Paquera de Jerez. Era la que más le gustaba. Le hablaban de Fernanda o María Vargas, pero no quería saber nada más que del volcán jerezano y de su comadre La Perla de Triana, que después de La Sarneta y La Trini, era su cantaora favorita. ¡Pero moría con La Paquera! Hoy se cumplen veinte años de la muerte de la gran maestra de Jerez, sin la menor duda la cantaora más espectacular de todos los tiempos. Pastora era más larga, una maestra enciclopédica y creadora, pero doña Francisca, la joya de los Méndez, era un latigazo moreno que te cruzaba el alma. Una cantaora total, rotunda, sin parangón.

Nadie cantó jamás con esa fuerza y un compás tan singular y justo que embriagaba los sentidos. Caracolera mayor del reino jondo, como casi todas y todos los artistas de aquel tiempo, La Paquera se fue aún joven, con 69 años, llevándose la llave del misterio flamenco. “¿Por qué canta usted, Francisca?”, le pregunté un día en la oficina de Pulpón. “Porque tengo memoria”, me respondió. Cuando le preguntaron lo mismo a Manolito el de María dijo que cantaba porque se acordaba de lo que había vivido. De las fatigas, sobre todo. Murió atado a una cama del Hospital Central de Sevilla, rabiando de dolor, después de haber pasado las de Caín durante casi toda su vida en una cueva del Castillo de Alcalá. La Paquera no hablaba de fatigas, sino de memoria. Fue una niña y una adolescente feliz.

No es porque en su casa nadaran en la abundancia, porque El Rubio, su padre, se las veía y se las deseaba para alimentar a su numerosa prole, nueve churumbeles. Pero su cante no era un dolor, un desgarro, y su carácter tampoco era agrio, desolado. Paquerita, como la llamaba su abuelo, era una mujer con un gran sentido del humor. ¿Llevaba una máscara para aparentar que era una mujer feliz? Ni mucho menos. Era un monumento a la naturalidad, la sinceridad personificada. Por eso es tan duro llegar a un teatro y no verla encima del escenario: porque, además de cómo cantaba y de su impresionante voz, era un alma pura, sin recovecos, transparente y luminosa. Se fue hace hoy justamente veinte años y aún nos sangra la herida de su ausencia. Ir a Jerez, pasar por la Plazuela y no verla de carne y hueso, es demasiado para un solo corazón. Veinte años no es nada, dice el tango argentino. Anda que no.

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